La tan hoy famosa y vigente globalización
es un proceso que se inició a mediados de los años 80 del siglo pasado; pocas
fueron las empresas que la entendieron desde su inicio y se resistieron a
elaborar estrategias para aprovechar lo que comercialmente significaba. Principalmente,
en Sudamérica el despertar fue con bastante atraso. Muchas empresas no supieron
darse cuenta que la globalización presenta tanto oportunidades como desafíos;
ha generado los mercados más grandes jamás conocidos y permite que los
potenciales participantes sean más pequeños que nunca. La globalización hizo
cierto el libro de Ernst Schumacher, “Lo pequeño es hermoso”.
Hay que analizar cuáles son
las fuerzas emergentes de la globalización que afectan la estrategia. Primero,
el poder es cada vez más desmesurado. Lo que interesa en la economía global no
es el tamaño, sino otros factores tangibles como la originalidad y la
reputación. Las empresas que producen algo escaso y de valor pueden ahora
ejercer una cantidad contundente de poder e influencia. Antes se competía por
dicha escasez dentro de un ámbito de un mercado local o nacional; ahora, la
demanda potencial es mucho mayor. Por lo tanto, sube el precio o los volúmenes:
cualquiera que sea lo que ocurra, el negocio se beneficia. Zara, con su moda de
cortísimo plazo, es un ejemplo.
Segundo, los desarrollos
detrás de la globalización, principalmente en tecnología, les exigen a las
empresas actuar con velocidad y flexibilidad si estas desean seguir a la
vanguardia de los competidores. El éxito de Internet en los noventa permitió
que la gente se diera cuenta de que las empresas podían funcionar, más o menos
sin estar limitadas por la geografía. Tercero, cuanto más globales llegamos a
ser, más tribal es nuestro comportamiento. John Naisbitt, argumenta que cuanto
más interdependientes nos convertimos en lo económico, más nos aferramos a todo
lo que constituye nuestra identidad básica central; de allí el interés de occidentalizar
el mercado asiático.
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